Hay algo que me lleva tiempo dando vueltas en la cabeza y me indigna más de lo que quisiera: la manera en que estamos convirtiendo la ropa en una especie de arma social que hasta los niños terminan cargando sobre sus hombros. Lo que antes era simplemente ponerse lo que había en el armario, ahora parece un desfile permanente, incluso en edades en las que la prioridad debería ser jugar, ensuciarse, experimentar y sentirse libres. Me preocupa que, poco a poco, se esté perdiendo la infancia real, esa en la que nadie te juzgaba por los pantalones que llevabas ni por la marca de tus zapatillas.
Lo peor es que no se trata de un tema aislado: está en las conversaciones de los padres, en los comentarios de los compañeros de clase, en los ojos de desconocidos que opinan sin que nadie se lo pida. Y a fuerza de repetirlo, hasta los propios niños empiezan a creérselo, como si su valor estuviera en la etiqueta cosida en la ropa y no en lo que son de verdad.
La presión social que invade la niñez
Hoy en día, un niño que va al colegio con ropa sencilla corre el riesgo de ser señalado. Sus compañeros lo miran raro, le dicen comentarios hirientes o lo aíslan. Eso significa que, desde muy pequeños, ya están aprendiendo a categorizar a los demás según lo que llevan puesto. ¿De dónde lo aprenden? De nosotros, los adultos. Los padres se preocupan más de si la chaqueta combina que de si sus hijos están cómodos o se sienten libres para moverse.
Lo más duro de todo esto es que a los niños se les está arrebatando la inocencia de valorar a alguien por lo que realmente es. Ahora, antes de decidir si quieren juntarse con un compañero, observan primero cómo viste. Ese hábito no nace de ellos, lo copian de lo que ven en casa, en los medios, en las calles. El resultado es una niñez marcada por comparaciones absurdas. Ya no basta con tener amigos para jugar: también hay que cumplir con un estándar de apariencia que nunca debería existir a esa edad. Y lo aceptamos como si fuera lo más normal.
La idea absurda de que un niño debe parecer un adulto
Uno de los aspectos más graves es que ya no basta con que un niño vista de forma decente: ahora debe parecer un adulto en miniatura. Se maquillan a las niñas con apenas 11 o 12 años, se les hace posar como si fueran modelos, se les enseña a pensar en “su estilo” como si estuvieran en una pasarela. Y lo más grave es que aplaudimos eso.
Y no solo pasa con las niñas. También los niños se ven obligados a encajar en una imagen que los convierte en algo que no son. Se les viste con camisas apretadas, peinados imposibles y zapatillas que cuestan lo mismo que una factura de la luz. Les robamos la oportunidad de vestirse de manera despreocupada, de experimentar con lo que realmente les gusta, porque todo el tiempo se les marca la pauta de cómo deben lucir. Al final, no se trata solo de ropa, se trata de identidad. Les estamos obligando a saltarse etapas, como si crecer rápido fuera un logro, cuando en realidad es un error del que nos vamos a arrepentir.
Lo que se considera correcto al vestir
Parece que existe un código no escrito de lo que es “correcto” y lo que es “equivocado” al vestir, incluso en edades en las que esa idea ni siquiera debería existir. Un pantalón comprado en una gran cadena es aceptado, pero si es uno heredado o de un mercadillo, ya parece que vale menos. ¿Y desde cuándo un niño tiene que seguir esas reglas absurdas?
Lo grave es que esos códigos de aceptación generan ansiedad. A veces no se trata solo de tener o no tener una prenda, sino de que los padres sientan la presión de gastar más de lo que pueden solo para que sus hijos no sean apartados. Y eso es cruel. Estamos transmitiendo la idea de que pertenecer depende del dinero, en lugar de enseñar a valorar la autenticidad.
La voz que falta en este debate
La empresa de ropa infantil Blau I Rosa lo expresó con claridad hace poco en una charla: la infancia debe respetarse como lo que es, un periodo único en el que los niños pueden explorar, equivocarse y crecer sin la obligación de cumplir con estándares de adultos. Decían algo que me pareció fundamental: un niño no necesita parecer mayor para ser aceptado, necesita sentirse libre para ser él mismo. Esa es la voz que falta en este debate.
Muchas veces los padres caen en la trampa de pensar que, si sus hijos siguen las tendencias, estarán mejor integrados. Pero lo que realmente deberíamos inculcar es justo lo contrario: el derecho a ser diferente, a no seguir la corriente, a no obsesionarse con las etiquetas ni con las comparaciones. Esa visión, aunque parezca obvia, es hoy casi revolucionaria.
El papel de las redes sociales
No podemos ignorar el papel que están jugando las redes sociales en esta presión constante. Niños que antes jugaban en la calle ahora sienten la necesidad de posar para subir una foto o grabar un video que debe gustar a otros. La ropa se convierte en parte de esa puesta en escena. Si no se ve moderna o acorde a las tendencias del momento, parece que no sirve.
Lo más preocupante es que los niños no solo buscan aprobación en su entorno cercano, sino también en desconocidos. Dependen de likes para sentir que valen y, de paso, reproducen la idea de que el reconocimiento solo llega si encajas con lo que otros esperan ver. Eso les roba la espontaneidad, porque empiezan a actuar y vestirse no como realmente quieren, sino como creen que deberían hacerlo. Y lo peor es que lo ven como algo normal, como parte de su día a día. Estamos metiendo a los niños en un mercado de apariencias del que luego es casi imposible salir.
Lo que estamos perdiendo
Cuando permitimos que la ropa y la apariencia dominen la infancia, estamos perdiendo algo mucho más grande que un simple juego de modas. Estamos quitando la libertad de equivocarse, de ensuciarse sin miedo, de elegir una camiseta solo porque les gusta el color y no porque tenga una marca detrás. Estamos empujando a los niños a un mundo en el que el valor se mide en apariencias y no en experiencias.
También estamos borrando la inocencia que debería acompañarles. Antes, mancharse jugando o usar la misma camiseta favorita una y otra vez era lo más normal. Hoy, esos detalles son juzgados como descuidos. Y con cada juicio, un pedacito de la autenticidad de los niños desaparece. Lo que se pierde no es ropa ni estilo, es infancia. Y esa pérdida es irreversible. Si un niño crece creyendo que no puede ser aceptado tal como es, ¿qué clase de adulto llegará a ser? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos en serio.
Recuperar la infancia antes de que sea tarde
No quiero sonar alarmista, pero la situación ya es bastante grave. Si seguimos normalizando que los niños sean juzgados por su ropa, acabaremos criando generaciones que nunca conocieron la verdadera libertad de ser ellos mismos.
Por eso recuperar la infancia es urgente. Significa dejar de forzarles a aparentar, dejar de exponerlos como trofeos en redes sociales y devolverles lo más básico: tiempo para jugar, ropa para ensuciar y espacio para ser espontáneos. Es hora de que los adultos nos hagamos responsables. Que dejemos de aplaudir a las niñas que parecen adultas maquilladas y empecemos a valorar más a las que todavía se ríen jugando con sus muñecos. Que miremos con respeto al niño que prefiere un pantalón viejo pero cómodo, en lugar de imponerle la obligación de lucir como un catálogo de moda.
Si queremos cambiar algo, tenemos que empezar en casa y en las escuelas, enseñando que el valor de un niño nunca se mide por lo que lleva puesto. Tenemos que hablar de esto sin miedo, ponerlo en la mesa, aunque incomode, porque ya va siendo hora de defender la infancia con uñas y dientes. Si no lo hacemos, la perderemos para siempre.
Mi llamado personal
No quiero que esto se quede como una simple reflexión más. Lo digo con enfado, con rabia y con tristeza: estamos arruinando algo que no tiene vuelta atrás. Un niño solo tiene una infancia, y en lugar de cuidarla la estamos disfrazando de pasarela.
Yo me niego a aceptar que una camiseta con marca defina quién es alguien. Me niego a que una niña de 12 años sea aplaudida por parecer de 18. Me niego a creer que la autenticidad ya no tiene lugar.
Lo que quiero es que despertemos, que dejemos de repetir como robots que “así son los tiempos” y empecemos a defender lo que realmente importa: que los niños vivan como niños, sin presiones, sin máscaras y sin etiquetas.